Debajo de las elegantes fachadas y bulevares, se extiende un mundo casi secreto. Las históricas catacumbas y osarios, las canteras usadas como refugio en la Segunda Guerra Mundial y la interminable red de subtes.
Ciudades superpuestas: la de arriba, majestuosa y llena de luz; la de abajo, oscura y algo morbosa, reproduce â??como puedeâ?? las calles de la otra. Es que la Ciudad luz esconde debajo de sus fachadas y bulevares, otra ciudad secreta, clandestina. El subsuelo de París está perforado por subterráneos, canteras y catacumbas que serpentean despreocupadamente debajo de los grandes monumentos parisinos.
La red de subterráneos â??el metro, como lo llaman en Parísâ?? comprende más de doscientos kilómetros de recorrido bajo tierra. Allí, diariamente, se desplazan estudiantes, oficinistas, músicos, carteristas, buscavidas y legiones de turistas. El bullicio del metro contrasta con las solitarias canteras y catacumbas, que ocupan más de trescientos kilómetros de pasillos de piedra, algunos convertidos en cementerios, en los que huesos y calaveras dibujan figuras geométricas.
Cerca de la zona del Observatorio, cualquier viajero puede acceder a dos kilómetros de catacumbas escondidas bajo las calles, donde el culto a la muerte se convierte en atracción turística.
En París, uno puede, entonces, viajar, comer, dormir, extasiarse frente a obras de arte, adivinar los acordes de un carnavalito y hasta recorrer este particular refugio para el descanso eterno, entre los pasillos de la ciudad subterránea. La vida puede transcurrir entre una y otra estación del metro. Para la muerte, están reservadas las catacumbas.
La ciudad de los vivos
Viajar en el metro es como estar metido en un reloj. Las estaciones son los minutos, es ese tiempo de ustedes, de ahora; pero yo sé que hay otro, y he estado pensando, pensando…, dice Johnny, el atormentado saxofonista del cuento «El perseguidor», de Julio Cortázar, que ve pasar su infancia entre una estación y otra del metro.
El tiempo del reloj debe de ser fundamental para las huestes de parisinos que recorren las interminables combinaciones de la estación Chatelet-Les Halles. El ritmo es tal, que dan largos trancos sobre las cintas mecánicas que cumplen la ingrata tarea de acelerar el tránsito por los pasillos, y hasta está mal visto quedarse parado sobre las escaleras mecánicas del lado izquierdo, tácitamente reservadas para los apurados.
Ideal para las impiadosas temperaturas del invierno, uno puede ingresar a esta especie de ciudad subterránea en el centro comercial Les Halles â??antiguo mercado central, a pocos metros del Centro Pompidouâ?? y adelantar varias cuadras bajo tierra hasta Chatelet, cerca de donde se planta la catedral de Notre Dame.
El tiempo de Johnny el saxofonista, en cambio, es el que enmarca la fugaz silueta de la Torre Eiffel, casi suspendida sobre el Sena, vista desde el tramo del metro que une las estaciones Passy y Bir Hakeim.
Es necesario también tomarse tiempo para descifrar los autógrafos de personajes célebres estampados bajo una luz sugerente en la cúpula de la estación Cluny-La Sorbonne.
Los viajeros más pacientes podrán descubrir allí las reproducciones de las firmas de Molií¨re, Rabelais, Robespierre y Richelieu, entre otras celebridades del barrio latino.
Más paciencia aún deberán tener los que intenten leer el texto completo de la «Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano», escrito en forma de gigantesco rompecabezas de cerámica en la estación Concorde, que está debajo de la famosa plaza adornada con un obelisco egipcio.
Quienes quieran volver a apreciar la luz del día, podrán disfrutar de los últimos vestigios de art nouveau en los pétalos de hierro y vidrio de las entradas de las estaciones Abesses â??cerca de la escalinata que trepa hasta la colina de Montmartreâ?? y Porte Dauphine. El elegante fileteado de la palabra «Metropolitan» en los carteles recuerda el nombre con el que fue inaugurado el subte hace ya 105 años.
En la estación Louvre-Rivoli, los impacientes vislumbrarán un anticipo de lo que les espera en el museo más grande del mundo. Allí se exponen objetos originales bajo una pretenciosa decoración de bajorrelieves y placas de piedra, que intenta imitar antiguas civilizaciones.
Entre una y otra estación, el desfile de gente detiene el tiempo: el acordeón de un niño-mendigo, predicadores, músicos y actores, que despliegan sus habilidades bajo la mirada atenta de algunos y la indiferencia de la mayoría.
Para ellos, para los amantes del reloj, el metro tiene reservada otra sorpresa: la línea 14, inaugurada en 1998, es tan moderna como veloz.
Allí la tecnología tornó obsoleta la figura del maquinista. Los trenes parecen conducidos por fantasmas, y algún distraído pensará que está alucinando cuando vea pasar las plantas exóticas encerradas en un jardín artificial y subterráneo en la Gare de Lyon, que a veces parece azotado por la lluvia, y otras, acariciado por una luz que va cambiando según avanza el día.
La ciudad de los muertos
«Detente, éste es el imperio de la muerte», reza la frase de Jacques Delille, en la entrada de las catacumbas parisinas abiertas al público, frente a la estación Denfert-Rochereau. El tiempo se condensó alguna vez entre la humedad de estos túneles, que sirvieron de canteras desde la época de los galos y que fueron convertidos en osario hacia el año 1785, para evitar las epidemias que traían los cementerios a cielo abierto.
Paraíso de adolescentes provistos de linternas, turistas dispuestos a satisfacer el morbo, y de una selecta tribu urbana autodenominada «catáfilos», las catacumbas se han convertido en atractivo turístico.
En sus pasillos enterrados a 20 metros, se apilan más de seis millones de cadáveres, todos ellos prolijamente desmembrados y clasificados según los huesos.
Casi dos kilómetros de lúgubres decoraciones geométricas, construidas con calaveras, tibias y fémures de muertos anónimos. Como en un espejo gótico y sombrío, las calles que recorren las catacumbas llevan nombres al igual que aquellas que se encuentran en la superficie.
Pero la ciudad subterránea se extiende mucho más allá de estos dos kilómetros de catacumbas. Las canteras de París recorren 300 kilómetros bajo tierra, y su ingreso quedó restringido a unos pocos iniciados.
Hace siglos, el rey Carlos X celebraba aquí dudosas fiestas y se pronunciaban misas negras. Durante la Segunda Guerra Mundial, fueron utilizadas como refugio por nazis y militantes de la resistencia; en la década del ’70 sirvieron de inspiración para artistas de vanguardia empeñados en dejar su impronta sobre las paredes, en más de un sentido underground; hace apenas unos meses se descubrió un cine clandestino, a treinta metros bajo tierra, con cómodas butacas y un bar bien abastecido.
«La cloaca es la conciencia de la ciudad», escribía Víctor Hugo. Quizá por eso, resulte indispensable perderse en el subsuelo de París.
http://www.clarin.com/suplementos/viajes/2005/06/05/v-01601.htm