A fines del siglo XX, ni siquiera existía y en menos de cinco años ya tiene nombre propio, bateas diferenciadas en las disquerías, presencia en la radio, gran fuerza comercial, atención periodística y a los grupos más representativos trenzados en una pelea por su paternidad.
Se llama «Tango electrónico» y es esa temprana vocación por la rencilla y el uso del bandoneón lo único que lo asimila a la música rioplatense que ha vuelto a poner de actualidad, sin tomar de ella otra cosa que la denominación, lo que puede entenderse como una señal de que, para estos músicos, no queda nada por rescatar del lenguaje tradicional.
El tango electrónico elude la instrumentación establecida de los grupos típicos, tampoco emplea temas del repertorio de los grandes maestros ni letras de los poetas venerados, porque si el canto aparece, son unas pocas palabras dichas por voces en segundo plano. Tampoco el compás, establecido por computadoras, tiene algo en común con aquel ritmo que hizo de D ´Arienzo un rey o de Di Sarli un señor de las pistas; es imposible de bailar en pareja o caminarlo con los pasos tradicionales.
Aunque se vuelve riesgoso generalizar, porque aparece un nuevo tanguero eléctrico todas las semanas, ninguno de los iniciadores del fenómeno es un chico ni tiene antecedentes o trayectoria notable dentro del tango convencional. Se trata más vale de gente que, si no arrancó en el rock o el hip-hop, alguna vez anduvo cerca y luego intentó muchas músicas distintas hasta establecerse en la producción o elaboración de bandas sonoras para cine, televisión o videos publicitarios.
Esa experiencia en producir o componer por encargo, la habilidad de crear sonidos reconocibles que no distraigan la atención de la imagen o el evento que acompañan, es lo que le da al tango con sintetizadores una apariencia de algo agradable y bien terminado, fácil de tocar, fácil de escuchar y también fácil de olvidar, como decía Cabrera Infante del dixieland y de la salsa, porque no se trata de una fusión de músicas vitales sino de compaginaciones en las que el programador de loops y samples es importante y el productor fundamental.
Ahora ya se anuncian nombres en las fundas -Supervielle, Libedinsky- pero al comienzo, es decir, hace muy poco tiempo, eran nada más que rótulos -Gotan Project, Bajofondo Tango Club, Ultratango- con la identidad de los responsables escrita en color oscuro sobre fondo negro o directamente escondida en el interior.
Igual no hay músicos importantes entre los líderes y nadie ha arriesgado prestigio alguno intentando esta novedad, grata pero demasiado prudente y previsible, de ninguna manera el salto al vacío que dieron alguna vez Astor Piazzolla, Miles Davis o Paco de Lucía, que siendo los mejores en lo suyo y con todo por perder se jugaron en aperturas realmente extremas y de tan largo alcance que todo el tango electrónico parece inspirado en ellas.
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Aunque los hermanos Satragno, que hacen buenas versiones de Piazzolla con el exitoso grupo Ultratango, sostienen que fueron ellos los primeros en incorporar la electrónica, aquí el fenómeno prendió como contagio de lo ocurrido en Francia con el Gotan Project, idea de otro veterano del rock nacional, Eduardo Makaroff, que arrancó arrolladoramente hace cinco años con un disco simple y se estableció en cifras millonarias con el álbum «La revancha del tango», que a pesar del nombre y de incluir piezas llamadas «Una música brutal», «El capitalismo foráneo» y «Queremos paz», es un confite de efectos y percusión a máquina en el borde de la banalidad.
Esto de utilizar títulos ampulosos para denominar músicas que no les corresponden es una de las manías del género. La otra, sugerir mediante una gráfica cargada de erotismo la sensualidad que los ritmos no tienen ni van a adquirir con fotos de torsos y pantorrillas o esa pareja de baile desnuda de la cintura para arriba que parece haber saltado de la tapa de «Hybrid tango» al interior de «Narcotango», de Carlos Libedinsky, un lindísimo disco que no necesita disfrazarse de perverso para ser lo más digno de escuchar dentro de esta avalancha con futuro incierto.
Por Jorge H. Andrés