El 25 de junio de 1935, un día después de la muerte del Morocho del Abasto en un accidente de aviación, La Razón publicaba esta nota.
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Los bandoneones se encogen en un bronco sonido que es un lamento. Las criollas guitarras enmudecen. Sus cuerdas, nervios en tensión, revientan desesperadamente, y la boca abierta en insinuación de beso, se contrae en dolorosa y trágica mueca. Se acallan los acordes del tango, expresión máxima de nuestra musa popular, emocionados ante la dolorosa tragedia: Gardel abatió sus alas en medio de la lejanía, por donde paseaba, airosa y triunfadora, la bandera de nuestra canción, que es como pasear el alma porteña, sentimental y soñadora.
Del tango podría decirse que es una música bruja que se adentra en alma dándonos al par alegrías y tristezas. Nació envuelto en sombras tenebrosas de un arrabal tétrico y delincuente, de un arrabal que sólo se asomó la vida del centro en los estrados de un tribunal o en la página sensacionalista de algún diario. Su nombre hacía persignar de temores a las viejas supersticiosas y cuando sus acordes salían de un ínfimo bodegón de la ribera, llevaba hasta los hogares proletarios la frialdad de un cuchillo hiriendo. Se le temía. También se le odiaba. sus cultores eran hombres que hacían de la guapeza un culto y todas las fiestas de este baile terminaban cantando, por la boca roja y ardiente de una puñalada, la valentía de un criollo.
Mezcla de habanera y candombe llevaba en sus acordes una infinita tristeza y un hondo rencor. Fue puñalada en la cortada del barrio. Golpe de furca en la encrucijada arrabalera. Cocktail reo y fuerte que sólo podía ser bebido por aquellos hombres de melena requintada y pantalón a cuadros, que solamente sabían «arreglar sus cuestiones» a punta de cuchillo, en duelos singulares, frente a frente, sin dar ni recibir ventajas.
Un día lo llevaron a París. Vistió smocking (sic). Peinóse con gomina. Se suavizó como la seda y entró a reinar, amo y señor, en todos los salones del mundo. Desde entonces fue el símbolo de nuestra alma popular y sus letrillas, ingenuas unas veces y picarescas otras, encerraban todo el sentimiento sencillo del pueblo de nuestras barriadas.
Su música, triste y melancólica, sonó acriollada enredada en las seis cuerdas de una guitarra viboreando entre los muchos pliegues de un bandoneón.
AL FONDO DEL ALMA. Fue Carlos Gardel su astro máximo. De sus gargantas salían adormecedoras o rebeldes sus más cálidas notas. Las vestía con voz de oro, con voz criolla, varonil, mezcla de suavidades y asperezas. Unía a su enorme simpatía personal, a esa cara de muchacho bueno, sonrisa amable y grata, toda la fuerza de atracción que necesita el tango para llegar a lo íntimo, al fondo de nuestras almas.
Era una mezcla de «gavroche» y señor. Tenía aquél sus gestos sencillos y francos, la despreocupación por todo lo que no fuera su tango, el tango que había llegado a querer con tanta intensidad, que era complementado de su misma vida. Solamente con la guitarra y cantando tangos, Gardel era feliz. Y ayer ha querido la fatalidad que cayera deshecho, en medio de las rotas guitarras de sus compañeros. Era un señor porque llevaba en el fondo de su alma toda la nobleza de los hombres buenos y cariñosos que viven y actúan rindiendo culto a la más caballeresca nobleza. Por eso todos, absolutamente todos, sienten hoy una infinita congoja (…).