Buenos Aires es un polo que recibe el 20 por ciento de la «torta tanguera mundial», que mueve 400 millones de dólares al año
- Certámenes como el Metropolitano, que comenzó el jueves, convocan a miles de bailarines locales y extranjeros
- Milongueros tradicionales y los que viven del turismo .
Cuatro de cada diez turistas mencionan el tango como razón para viajar a Buenos Aires, que antes era sólo un lugar de paso.» La contundente frase pertenece a Gustavo López, secretario de Cultura porteño.
Según el funcionario, este baile popular genera dividendos en la gastronomía, la moda y el transporte, además de otras actividades. Un negocio que mueve cada año 80 millones de dólares en la Argentina y 400 millones de dólares en todo el mundo.
La mención viene a cuenta porque el jueves comenzó el III Campeonato Metropolitano de Tango Salón, que se extenderá hasta el 5 de junio en 38 milongas porteñas, con 3000 pesos como premio. Y la pareja ganadora de las 800 estimadas para este año (en 2004 fueron 600) se clasificará para la final del III Mundial de Baile de Tango 2005, en agosto. «Del último festival participaron 150.000 personas. Es curioso, en las zonas donde se realizan los festivales, las casas de música incrementan la venta de música de tango en un 50 por ciento», describe.
Elvis Arsic, 35 años, chef francés que llegó desde Mont Pellier, sigue con la mirada a los bailarines. «Todo incluido, pienso gastar 1500 euros en este viaje. Llegué el 21 de abril y me voy el 12 de mayo. Me llevo ropa y zapatos de tango; voy todas las noches a una milonga diferente.»
«No puedo explicar con palabras lo que siento al bailar, pero sin dudas es único y maravilloso. Siento algo aquí», cuenta Janet Fender, 27 años, de Nueva York, mientras se aprieta el pecho.
Sacando viruta
Rubén Gómez, 32 años, economista, vio a Janet cuando ella entró en el salón. Dio unas vueltas y se tomó algo hasta que sonó la banda de la orquesta de Aníbal Troilo. Su novia cree que él está en un seminario. Según sus propias estadísticas, nadie se niega con una tanda de tangos de «El Gordo». El sabe que está por romper un código de la milonga, que impide hacer el ridículo en el ambiente: el cabeceo. Se acerca a la mesa de la rubia y, nervioso, pregunta: «Do you dance?».
Llega el abrazo tanguero; Janet cierra los ojos y se deja llevar. Valió la pena recorrer miles de kilómetros para esos tres minutos de viaje interior inexplicable.
Carlos Anaya lo acaba de observar e instantáneamente lo borra de su lista de invitados. Es un renegado de lo que pasa actualmente en la milonga. A Carlos Anaya, 35 años, no le interesan los turistas ni sus billetes. Va contra la corriente del negocio tanguero. El mira con desdén cómo la «invasión» de tangueros extranjeros no respeta los viejos códigos de la milonga, esos que aprendió de sus padres y abuelos.
En el certamen, que empezó el jueves por la tarde en la milonga El Arranque, está prohibido romper los códigos de baile. Hay que bailar en el sentido contrario a las agujas del reloj, sin perder en ningún momento el abrazo, y nada de saltos, ganchos o piruetas propias del «tango escenario». Se aceptan, a regañadientes, las barridas, sacadas al piso y enrosques. La entrada en las milongas puede ser libre y a la gorra, como en La Glorieta, de Belgrano; o puede oscilar entre los dos y los diez pesos. A los turistas se les suele cobrar unos pesos más, hasta 15.
Carlos saluda a infinidad de amigos con una sonrisa, a algunos los lleva a aparte y los invita a la milonga que él organiza los lunes, en el salón de un gremio, en algún punto de Buenos Aires no develado, donde se baila a la gorra. No quiere «infiltrados» de las más de 1200 milongas que se organizan en el exterior, según un estudio de la Secretaría de Cultura porteña.
Milonga clandestina
A su milonga se llega con invitación personal; no tiene nombre ni publicidad, folletos o volantes. No integra la lista de 68 milongas de la ciudad, por la que pasan por mes más de 60.000 personas, según las estimaciones oficiales. «Todo bien con los turistas. Antes éramos siempre los mismos que rotábamos por las milongas. Se cambiaron los códigos para complacerlos, te achican la pista para poner más mesas. La idea que tienen es meter mucha gente y no les importa la calidad del bailarín. Nosotros queremos preservar eso», cuenta Anaya, junto a Patricia «La Turca» Ramírez, 44 años, su socia, que luce un cuerpo de una chica de 25.
«Escuchá», dice Anaya, y canta sobre la voz de Raúl Berón con la orquesta de Miguel Caló: » ¿Qué te importa lo que sufro?/ ¿Qué te importa lo que lloro?/ Si no puede ser aquel ayer de la ilusión,/ déjame así, llorando nuestro amor».
En otro sector del salón, se refresca con una cerveza Ramón Monges, 45 años, desocupado, un «taxi-dancer» que cobra 20 pesos la hora a aquellas turistas que quieran bailar con él: «Antes no tomaba nada, ahora me pagan el trago. Colaboro en la diversión que vinieron a buscar. Me pude comprar un buen par de zapatos para bailar (entre 110 y 200 pesos y se hacen a medida). Saben que el milonguero es el que les va a hacer conocer el código tanguero. Trato de sobrevivir como puedo. Hoy por hoy, la gente que vive del tango vive de los turistas», se sincera.